LA
DULCE SONRISA DE LA FELICIDAD
Un
cuento dulce
Publicado en Iswwet Magazine by @PacoTorreblanca
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Juan supo desde el primer momento
que aquel día iba a cambiar su vida. Había tomado una decisión: hoy por fin
cambiaría su escondite tras la ventana y atravesaría decidido y con paso firme
la enorme puerta que le separaba de su destino.
Sabía que le iban a temblar las
piernas. Notaba como su voz se iba escondiendo temerosa por lo vericuetos de su
garganta. No tenía medio, más bien era una mezcla de respeto, curiosidad, temor
e inocencia. Justo hacía ya seis meses que había dejado su aburrida ciudad y había
sido enviado a pasar el invierno con sus abuelos en el bonito pueblo del
interior. Las cosas en casa no estaban bien, la primavera y el verano habían
sido muy duros y estar con los abuelos permitía a sus padres poder estar más
desahogados. Juan no lo pensó y empezó su particular historia invernal con la
mejor de sus esperanzas. Todo iba a ser nuevo, así que se armó de valor y tomó
la decisión de ser feliz. Una felicidad que encontró cada tarde, mientras su abuela
y su abuelo se dejaban caer en las redes del sueño y permitían a Juan explorar
la vida con la tranquilidad de la despreocupación.
Encontró la panadería al segundo
día. El primero descubrió que las lagartijas son más rápidas que las manos y
las miradas. Así que desistió de ser biólogo, fue simplemente una decisión
motivada por sus escasos reflejos y su palpable lentitud. Con el tiempo
entendería que fue una gran decisión. Seguramente fueron los aromas a chimeneas
encendidas mezclados con toques de vainillas, de cacaos y de leña de olivo los
que le guiaron por las estrechas calles. Su primera visión y lo que se
convirtió en su perfecto escondite, fue una pequeña ventana de madera con
cristales empapados por la que se veía todo un inmenso obrador. El primer día se
asustó al ver como el horno de piedra abría su enorme boca con una lengua de
fuego que despertaba su miedo. Solo fue el primer día, luego vio poco a poco,
como ese fuego era mimado, cuidado y aderezado por un pequeño hombrecillo que parecía
un duende vestido de blanco. Con una barba elegante y un rostro serio pero amable,
un delantal lleno de harina y unos brazos potentes y fuertes, alimentaba la
boca de fuego despacio y con cariño. Le hablaba, y le pedía paciencia. Juan no
lo entendía, al menos de momento.
Ahora las tardes ya eran mucho más divertidas, eran un aprender continuo y un temeroso y dulce secreto que Juan guardaba como oro, mejor dicho, como chocolate en paño.
Día a día, tarde a tarde, Juan se escapaba sigiloso de su habitación y corría abrigado por las calles de su querido pueblo hasta el obrador de Paco. Sí, se llamaba Paco. Se lo había dicho su abuela cuando al tercer o cuarto día le envió a recoger las berenjenas y los pimientos que había llevado a asar. Ves al obrador de Paco y tráeme lo que he dejado allí. Juan fue con miedo, tal vez ese hombrecillo ya le había visto cotillear y tal vez le riñese. Ese día no se asomó a la ventana, ni siquiera miró la gran puerta trasera del obrador y fue directamente a la entrada principal. Entró y con voz temblorosa le pidió a Paco lo de su abuela. Paco no dijo nada, le sacó una bandeja tapada con un paño y se la dio. Juan le dio las monedas contadas que su abuela le había dado. Salió corriendo y tan solo pudo ver fugazmente como su ya futuro amigo Paco, le hacía un guiño cómplice.
Ahora las tardes ya eran mucho más divertidas, eran un aprender continuo y un temeroso y dulce secreto que Juan guardaba como oro, mejor dicho, como chocolate en paño.
Día a día, tarde a tarde, Juan se escapaba sigiloso de su habitación y corría abrigado por las calles de su querido pueblo hasta el obrador de Paco. Sí, se llamaba Paco. Se lo había dicho su abuela cuando al tercer o cuarto día le envió a recoger las berenjenas y los pimientos que había llevado a asar. Ves al obrador de Paco y tráeme lo que he dejado allí. Juan fue con miedo, tal vez ese hombrecillo ya le había visto cotillear y tal vez le riñese. Ese día no se asomó a la ventana, ni siquiera miró la gran puerta trasera del obrador y fue directamente a la entrada principal. Entró y con voz temblorosa le pidió a Paco lo de su abuela. Paco no dijo nada, le sacó una bandeja tapada con un paño y se la dio. Juan le dio las monedas contadas que su abuela le había dado. Salió corriendo y tan solo pudo ver fugazmente como su ya futuro amigo Paco, le hacía un guiño cómplice.
A partir de entonces empezaron a
cruzar miradas a través de la ventana. Juan miraba y miraba, y Paco le regalaba
de vez en cuando alguna sonrisa convertida casi en invitación a que pasara. Esa
decisión tardó bastante pero al final había llegado.
Cruzó la puerta despacio y Paco le
sonrió mirándole fijamente a los ojos. No necesitan hablar así que entendió a
la perfección el gesto con los ojos que le indicaban un gran perchero con
delantales. Eran todos enormes pero el primero de ellos estaba limpio e
impoluto y era del tamaño adecuado de Juan, seguramente llevase días allí
colgado pero hoy había llegado su turno.
Paco no dijo nada, le señaló una
mesa de trabajo y le hizo un gesto con
la mano en el que le indicaba que removiese lo que había dentro de un
gran cuenco. Era un dulce chocolate lleno de aromas fundido con suave mantequilla
que Paco había introducido en una especie de gran crema amarilla de yemas y azúcar.
Poco a poco los ingredientes fueron haciéndose amigos y resultó una amistad
convertida en una masa cremosa. Paco le
acercó el cielo convertido en una nube de claras montadas y le indicó que lo
mezclase pero con mimo, despacio dejando que todo poco a poco fuese siendo un único
todo. Juan lo mezcló delicadamente y lo vertió en un viejo molde que sin darse cuenta
Paco le había dejado al ladito. Le miró y le animó a coger con él la enorme
pala de madera. Con un certero movimiento y en unión de Juan pasó la pala
rápidamente por debajo del molde que quedo suspendido en un cielo de madera. Paco
giró rápido y con un movimiento casi
imperceptible abrió la boca de fuego. El calor
asustó a Juan pero había que mantenerse firme así que se asió a la pala
de madera como un gran remo de su salvación y vio como rápidamente el molde entraba
el gran horno y desaparecía entre panes, madalenas, toñas y más bizcochos. El
tiempo no se paraba así que siguió a Paco hasta el fuego donde poco a poco
fueron removiendo en un pequeño baño maría una suave crema que desprendía
dulces aromas de piel de limón y azúcar.
El tiempo pasó rapidísimo y casi
sin darse cuenta volvía a estar cogiendo junto a Paco la gran pala de madera. Ahora
era más fácil y los movimientos fueron casi sincronizados, Que maravilla, pensó
Juan, lo que era una crema había crecido y se había hinchado formando un
esponjoso bizcocho. Lo depositaron sobre la mesa, despacio. Se miraron y
sonrieron. Aquello ya era amistad. Había que esperar así que se sentaron en
silencio mientras Paco le acercaba una bandeja con madalenas calientes que Juan
devoró con ansia. Quitar el molde fue muy fácil, ahora el bizcocho estaba sobre
la mesa y Paco le acercó la suave crema de limón y le hizo un gesto hacia una
espátula diciéndole que lo pintase entero. Juan no tardo nada, era muy bueno en
trabajos manuales en la escuela, El bizcocho marrón se convirtió en una
delicada tarta de un amarillo brillante. Qué bonita pensó. Paco llegó entonces despacio con una especie
de manga de camisa larga con un agujero en su base. Miró a Juan y empezó a
poner en la tarta dos puntos en la parte superior para posteriormente poner una
semicircunferencia de chocolate en la parte de abajo. Juan la miró y vio que la
tarta ahora era una cara sonriente. Se miraron y rieron.
Paco la envolvió despacio. Juan supo
entonces que ya no iban a verse más así que su sonrisa fue muy emocionada y
sentida. Se despidieron sin hablar y Juan regresó con sus abuelos para al día
siguiente volver a la gran ciudad. La tarta iba a ser su equipaje, se la
enseñaría a sus padres y se la comerían entre risas y anécdotas de su
particular invierno.
Hoy Juan mira al infinito desde su
ático de Manhattan mientras mira los royalties que ha cobrado de su marca “Smile” y recuerda a Paco. Han pasado
más de sesenta años pero Juan nunca podrá olvidar ese maravilloso día que
cambió su vida.
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