El viajero está impaciente. Los nervios del cercano viaje le
arrebatan la calma y le remueven el espíritu. Su momento ha llegado. Un momento
que recordará y revivirá durante mucho tiempo. Empieza su viaje iniciático por
los sabores de la provincia.
El viajero se ha preparado bien. Su memoria gustativa ha ido
volviendo y retrocediendo en el tiempo. Su cabeza ha ido posicionando y
colocando, como si de un tetris se tratase, cada uno de los mil recuerdos gastronómicos guardados.
Ahora hay que revivirlos en un viaje comarca a comarca, y dejar que los
sentidos sean los fieles cicerones de su apetecible peregrinaje por los
productos, las elaboraciones, las gentes y los bellos parajes de las nueve
comarcas de la provincia alicantina.
Su equipaje es muy sencillo: sabores a salazón, mieles, arroces, frutas, embutidos, aceites, verduras, pescados, mariscos, guisos de invierno, olletas, gazpachos, carnes de primera, aves, setas o vinos. Su memoria desordenada busca el equilibrio en su viaje. Busca recorrer una a una cada una de las comarcas alicantinas e ir rememorando y situando cada sabor en su sitio exacto, en su lugar y en la historia y en la tradición que han hecho cada zona poseedora de sabores propios.
El viajero tiene tiempo. Lo sabe, el placer es algo que se
debe mesurar y disfrutar en pequeñas dosis, por eso su viajar va a ser
pausado. El viaje es el placer.
Descubrir, revivir, recordar, emocionarse y disfrutar son las metas. El viaje
será largo pero el viajero tiene toda una vida para recorrerlo. Nueve comarcas,
141 municipios y un sinfín de sabores por delante.
El mar, las huertas, los campos, los valles y las montañas
se abren de par en par en toda la provincia alicantina y cada paraje guarda en
su interior los secretos gastronómicos que han perdurado en las gentes que
habitan cada rincón de Alicante.
Despacio y con paso firme el viajero busca el mar con la
mirada desde la cima del Montgó y descubre desde la lontananza el maravilloso
paisaje de la Marina Alta. De sus campos poco a poco, va recibiendo los olores
de las hierbas aromáticas que crecen salvajes envueltas en vegetación y criadas
con la brisa del mar. Es el “Raim de pastor”, el tomillo, el romero o la
pebrella. Aromas de tierra a dentro que el viajero identifica en mil platos
degustados a lo largo de su memoria. Campos de naranjos y limoneros, arrozales
hacía el Marjal de Pego o la suave fragancia del buen sabor de los guisos de
los valles de la Marina Alta devuelven al viajero a su camino. El mar está
cerca y quiere conocer a sus gentes. La lonja de Dénia, de Jávea o la de
Moraira se llenan de compradores y curiosos que ven como los frutos del mar
llegan vivos al buen puerto de las mesas. Ve cómo la gamba roja de Dénia es
escogida con maestría, seleccionando una a una por su calibre y descubriendo
que su sabor ha enamorado a generaciones y generaciones de cocineros y la han
convertido en un producto excelso que lleva toda la historia del mar y de sus
gentes en un solo bocado. Ha aprendido que la Gamba Roja de Dénia se pesca en
el Canal de Ibiza, y que buena parte de su exclusivo sabor se basa en su
alimentación y en su hábitat ya que la profundidad en las que están apenas se
filtran los rayos del sol y las gambas se alimentan de algas que no realizan la
fotosíntesis, lo que les da una textura más fina. Además, apenas hay
corrientes, por lo que vive más relajada y acumula más grasa, lo que aumenta su
sabor. Y que la mayoría de las capturas son hembras, casi un 70% frente al 30
de machos.
Pero en la lonja hay mucho, mucho más. Los salmonetes saltan
brillantes y rojizos entre las cajas azules de la Lonja. El subastador va
rapidísimo pero la atención y la concentración se viven en el ambiente. Todo es
mucho más lento de lo que parece, al menos para el viajero. Ve la felicidad en las
caras de los restauradores cuando consiguen ese rancho con el que cocinaran
platos excelsos. Ve cómo poco a poco, el mar queda sonriendo. Y descubre los
pulpos, las sepias, los choquitos o los globitos y recuerda aquella visión de
una especie de cometa fabricada con cañas, y al acercarse, descubrió un pulpo secándose al sol del
mediterráneo. Hay mariscos, algunas piezas de dentón inmensas, lubinas
brillantes y llenas de sabor, doradas excelsas, llampugas, brótolas, jureles o
bacaladillas. Y es aquí donde el viajero se para a charlar con Pepe “el
secaor”. Ha naufragado dos veces en su vida y lo recuerda con la emoción en sus
ojos. Ha vivido en el mar y del mar y se le nublan los ojos al recordar sus
viajes y sus duras peripecias. Le cuenta cómo se debe secar el pescado: “lento
y sin prisas. Con sal y sol. Y siempre respetando la tradición”. No hay más
sabiduría necesaria para el viajero. Con esto le vale y le traslada al sabor de
los salazones. Al cerrar los ojos imagina las almadrabas que poblaban nuestro
litoral y en las que se elaboraban los mejores salazones del mediterráneo. Y
recuerda los que probó por la mañana en su almuerzo de caminante, acompañados
de un buen pan de la Marina y de unos tomates duros y dulces llenos de rocío
mañanero a los que el viajero ha regado con un buen chorro de aceite de oliva
de las oliveras de Benissa. Pero la Marina Alta le guarda al viajero más
sabores, ha vuelto de golpe a la niñez tomando un pan tostado con la miel de
las colmenas que pueblan las montañas de la Marina. Y ha acompañado el día con
ricos vinos de moscatel. Dulces, secos o espumosos los vinos de moscatel le han
abiertos sus sentidos al sabor de la uva en la boca y a los aromas a mieles y
flores de su delicado bouquet.
Y el viaje continúa. La Marina Alta ha dado paso a la Marina
Baja. Para el viajero los sabores siguen presentes, son la mayoría de ellos
comunes pero quiere descubrir los propios. Y en Calpe vuelve al puerto a seguir
viendo las sardinas, los rapes, los meros, los lenguados o los boquerones y su
paladar protesta ávido de alimento. Y se para y come despacio mientras el mar
le acaricia el rostro y le calma el espíritu. El viajero sigue disfrutando de
los aceites de la Marina Baja, de sus embutidos de montaña. Recuerda el porqué de los embutidos de
Táberna y de cómo la localidad fue repoblada por mallorquines, y siguen
presentes con sus sobrasadas y sus ricos elaborados. Pero vuelve a parar,
pensar y recordar, en su infancia, los valles interiores de la Marina Baja
llenos de las flores blancas de los cerezos en flor. Ahora, sentado en la
vereda del camino, disfruta del sabor de su fruto, las ricas cerezas. El postre
está siendo para el viajero un verdadero placer porque la Marina Baja huele a
mar a campos y a dulces. Va hacía Callosa de Ensarriá y se para extenuado frente
a un inmenso mar de viveros donde crecen y maduran con la quietud del tiempo
los ricos Nísperos. Pero el viajero está de antojo dulce y emprende su camino
hacía Villajoyosa para gozar con el amargor y el dulzor del chocolate. Ahora ya
conoce su historia y busca y busca entre sus recuerdos el cómo poder agradecérselo
a ese primer chocolatero italiano que arribó en 1810 a Villajoyosa y que formó
a una legión de maestros Xocolaters que perduran hasta nuestros días y que han
hecho de su oficio tradicional un arte convertido en próspera industria.
Los valles de Laguar o de la Gallinera se abren al viajero
con mil y un color. Los ocres de los arboles que flanquean los ríos, los
blancos de las flores de los frutales, los verdes de los olivares o el azul del
horizonte son las visiones que encaminan hacia el interior y hacia la comarca
de El Comtat. Cepas viejas y ancladas a la tierra. Esculturas en forma de
troncos que se oscurecen y reverdecen al calor del sol depositando delicados
frutos en formas de racimo con los que en El Comtat se elaboran cuidados vinos
con variedades casi desaparecidas. Y vuelven los olivos repletos en su mayoría
de la variedad blanqueta con las que en las almazaras o las cooperativas de El
Comtat se hacen aceites de primerísima calidad que han conseguido el
reconocimiento nacional e internacional. Aceites con sabor a tierra y con la
calidad como seña de identidad de unas gentes, las de interior, que miman,
cuidan y respetan la naturaleza y los campos. Vuelven a aparecer las cerezas,
las mieles y las hierbas aromáticas. El viajero descubre casi sin querer, entre
alegrías y fiesta, dos de las bebidas espirituosas que conforman la
denominación de Origen: el café licor y el Herbero de Mariola. El viajero
quiere saber más y se informa un poco de su historia y relee los textos de
Francisco G. Seijó, de Antonio González Pomata, de Bernat Capó, de Ángeles
Ruiz, de Carlos LLorca Baus, de Fernando Gallar…y lee: “El café licor fue
inventad en la ciudad industrial de Alcoy, a mediados del siglo XIX, por los
obreros de la industria textil. Estos obreros, que tenían que realizar turnos
de noche, acostumbraban a llevar con ellos unos cacillos de café para no
dormirse. La crudeza del invierno alcoyano fomentó que el café se acompañara de
aguardiente, para así calentar el cuerpo. Pasadas unas horas, el café se
enfriaba y adquiría un sabor bien diferente del clásico carajillo. Y así nace
el café licor alcoyano”. Pero quiere leer más y aprender más:“ El Herbero es
una bebida espirituosa que tiene como base un anís seco, al que se añaden
plantas recolectadas en la Sierra de Mariola, que maceran en esta base y que le
dan luego el color característico a este licor, color que varía entre el
amarillo verdoso, y un rojizo claro. Sus orígenes no se conocen muy bien pero
se elabora desde tiempos remotos en la zona de la Sierra Mariola alicantina. No
obstante, la tradición dice que fueron los alquimistas árabes los que, durante
el periodo de dominación musulmana de tierras alicantinas, se encargaron de extraer
los aromas naturales de las plantas que se recogían en los montes de la Sierra
de Mariola, que luego las poblaciones locales acabarían destilando para dar
origen a este licor de hierbas que tantas virtudes posee. Por ello, es acertado
decir que procede de la sabiduría y el legado de nuestros antepasados, siendo a
finales del siglo XIX cuando se empieza a elaborar de manera industrial”.
Viajar es aprender por eso el viajero lee y aprende de los
libros, de las personas y de su propio viaje.
Su equipaje va creciendo jornada a jornada y ahora sus pasos
le devuelven hacía el mar de nuevo; llega a la comarca de L´Alacantí. El olor a mar vuelve de golpe paro el viajero
quiere recrearse en su paladar dulce y hace parada y fonda en Xixona, cuna de
uno de los productos mas reconocidos y característicos de la gastronomía
alicantina, el turrón. Da igual la época del viaje, el turrón vive y pervive
todo el año, el viajero lo prueba natural, a la piedra, el blando, el duro e
incluso lo disfruta convertido en acompañamiento de platos de caza, de carnes,
de pescado o como complemento a una delicada elaboración con verduras. Turrón y
tiempo. Un placer en el camino pero que el viajero transforma en una rica y
variada degustación. Y llega el turno de los helados. Si para el viajero los
turrones han supuesto un enorme placer, con los helados llega su particular
éxtasis y recorre sabor a sabor recuerdos de niñez y de juventud. Pero el
camino debe continuar y otra vez el viajero se encamina dejando el litoral a su
espalda hacia el interior. Llega L ‘Alcoiá. Y allí el viajero sigue su
peregrinaje del saber y empieza a conocer más sabores y mezclas del café licor
como el plisplás, la mentireta, el burret, el sellet o la barraueta. Pero en
L’Alcoiá, el viajero se deja enamorar de sus gentes. De su espíritu
emprendedor, de sus ganas de vivir, de su enorme capacidad de trabajo. Y le
cuenta cómo han hecho de las aceitunas, recurso. Y de ese recurso, industria.
Además se ve reflejado en sus gentes como otros viajeros que nunca tuvieron
miedo a cruzar el mundo para dar a conocer sus mejores productos. Ahora con el
viajero, L’ Alcoiá ha ganado un nuevo embajador. Pero aquí el frio es diferente
y la Olleta se convierte en el perfecto refugio. Sus sabores de huerta, de
legumbres, de mar, de campo devuelven al viajero a la realidad de lo efímero de
las pasiones y casi sin querer, su camino busca el río Vinalopó y en su
recorrido va a seguir conociendo los sabores de sus comarcas.
En el Alt Vinalopó los olivos acompañan al viajero en su discurrir
entre los campos: se encuentra con pequeños huertos, campos de frutales y, de
nuevo el color rojizo y verde de los cerezos repletos de sus delicados frutos,
las cerezas. Y se para y las saborea despacio, llenas de sabor y con una
textura tersa. Las fuerzas del caminante se han llenado de energía y de
vitaminas y mira desde lejos las viñas y piensa en el noble oficio de
viticultor y de bodeguero e intenta poder comprender la alegre simbiosis que
produce el zumo de la uva con la alegría y la fiesta.
Y del Alt Vinalopó, el viajero desciende siguiendo el río,
los valles y las montañas hacia el Vinalopó Mitjá, la tierra del vino y de la
uva. Al viajero contemplando los valles del Vinalopó, le embarga una agradable
sensación de orgullo: los vinos de su tierra son buenísimos y eso le hace
sentirlos como propios. Ha conocido su evolución, su historia, su mejora
constante. Ha bebido y se ha emocionado con el Fondillón. El viajero se jacta y
hace propias las historias que sobre el Fondillón se relatan. El cómo fue el
primer vino que dio la vuelta al mundo, el cómo es nombrado por Dumas y otros
grandes escritores o cómo su envejecimiento es cuidado y mimado por grandes
familias de bodegueros. El medio Vinalopó también es tierra de guisos. Sus
gazpachos o sus arroces con conejo y caracoles hechos a la leña de sarmiento,
le confieren un sabor único y reconocido. Pero también el viajero sigue
sorprendiéndose en su camino y descubre cepas muy altas en las que se ven
bolsas blancas de papel cubriendo los racimos, es la Uva Embolsada del
Vinalopó. Y el viajero debe leer para conocer su historia: “El cultivo de la
vid en la comarca del Vinalopó se remonta a tiempos antiguos, tanto para la
elaboración de vinos como para el consumo de mesa. En la segunda década del siglo
XX tuvo su aparición la plaga de la “Cochylis” (conocida hoy como polillas del
racimo, Lobesia Botrana), que mermó considerablemente las cosechas de uva en el
Valle del Vinalopó. Un vecino, Don Manuel Bonmatí Abad (1883-1969), preocupado
por el futuro de su cultivo, decidió tapar y proteger cada uno de los
racimos de uvas de sus tierras con una bolsa de papel. Este
precario sistema, aparentemente inocuo, dio, para sorpresa de todos, excelentes
resultados, porque no solo protegía a las uvas de la plaga, sino también de las
inclemencias meteorológicas y de los productos fitosanitarios, otorgándole a la
uva unas características únicas en todo el mundo.” Y de pronto se acuerda de la
Nochevieja y de cómo Alicante y sus sabores llegan a cualquier rincón de España.
De nuevo le vuelve el orgullo. Y el camino debe continuar siguiendo el Vinalopó
hacía el Baix Vinalopó y seguir su
periplo entre viñas y pueblos recios, de bellas pedanías o inmensas fincas de
labranza. Aquí, el viajero se detiene y vive en primera persona una matanza. Se
recrea en la fiesta del trabajo, en la implicación familiar en la elaboración
de los famosos embutidos caseros y se siente partícipe de la historia como
actor de la mejor tradición. Y su espíritu se vuelve a reconfortar y a sentir
orgulloso. El sabor de las especias creadas tan cerca, las carnes magras y el
lento secado de los embutidos le da al viajero, la dimensión y la importancia
del tiempo. Pero su tiempo se va acabando y debe proseguir. Ahora frente a él,
se abren los campos de frutas y verduras del Baix Vinalopó. Ve el color de la
flor de la alcachofa y saborea mentalmente su manjar. Los pimientos, los
melones, las cebollas, las patatas, las granadas o los cítricos le encaminan de
nuevo, hacía el mar. Llega de nuevo al puerto y allí su viaje vuelve a comenzar
en su memoria. Llega la hora del retorno y el viajero se da cuenta que la vida
es simplemente un largo viaje. Ahora le toca recapitular y casi sin darse
cuenta los recuerdos se agolpan ordenados y situados en espacio y en tiempo.
El viajero ha terminado su viaje pero se siente feliz. Feliz
y orgulloso. Feliz, orgulloso y privilegiado. Privilegiado de haber podido
nacer o vivir en una provincia y en una tierra que es un inmenso mosaico de
sabores y productos. Una provincia que vive la gastronomía de una manera medida
y cuidada. Una provincia en la que los sabores son el hilo conductor de un
carácter abierto, dinámico, emprendedor, sociable, alegre y feliz que
caracteriza tanto a sus gentes como a su cocina. Y es aquí donde el viajero se
sienta y sonríe. Está cansado pero es incapaz de borrar la sonrisa de su
rostro. Simplemente porque se ha dado cuenta en su viaje que la felicidad, el
placer, el disfrute, la historia, la tradición, el trabajo, el compromiso, la
pasión o el carácter… están muy, pero que muy cerca. Y él lo ha conocido a
través de sus sabores. Y tú, ¿a qué esperas?
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